Más tarde, durante la cena de gala, un filipino vestido de payaso pasa mesa por mesa a fotografiarse con cada uno de los comensales. Tan sólo a las dos horas, en uno de los puentes del barco, se podrán ver en una pared cada una de esas imágenes que uno puede obtener por la módica suma de cinco dólares.
Al día siguiente, al volver de una excursión por Rio de Janeiro decido descansar un poco en mi camarote para sobreponerme de tanta bizarreada cuando una voz dice, en portugués, que en pocos minutos va a realizarse el ensayo general de lo que habría que hacerse en caso de emergencia, y que la participación es obligatoria. Se recomienda no llevar cámaras de fotos, y el mensaje se repite en español, francés, inglés, alemán e italiano.
A las 17.30 en punto, después de escuchar las alarmas correspondientes, salgo de mi camarote con el chaleco salvavidas puesto, sintiéndome bastante pelotuda. De todos modos, me alivia ser sólo una pelotuda más porque somos 3.500 personas con salvavidas puestos. Una vez en la cubierta explican los pasos a seguir en caso de la gran Titanic, y un fotógrafo toma una imagen de cada uno con el salvavidas para vendérnosla, a las dos horas, por sólo 5 dólares.
El crucero tiene doce pisos y, por ende, ascensor. Cada vez que tengo que ir hasta un punto determinado, a pesar de las indicaciones, me pierdo. Hay Café para madrugadores, desayuno en otro restaurante, desayuno bufette, almuerzo en dos restaurantes y un bufette de mediodía, pizzería, té de la tarde, cóctel, cena y bufette de medianoche, todo libre. Me la paso comiendo como un cerdo y no me preocupo en quemar grasas. En lugar de asistir a las clases de step como las espléndidas brasileñas, me quedo en el hidromasaje con una Corona con limón en la mano y me quemo hasta ponerme roja como un bebé jugando con un pela-papas. Cada vez que cuento ese chiste mi mamá se ríe, recuerdo, y cuando vuelvo del crucero se ríen de nuevo, ella y todos los que me vieron irme pálida y me ven regresar fucsia sin poder siquiera llevar la mochila de cómo me arden los hombros.
Por suerte dentro del grupo de periodistas que fuimos invitados hay algunos que ya vivieron experiencias cruceristas anteriores. La primera vez que fueron, ante lo caro de las bebidas, decidieron ir a comprar whisky al free-shop del barco. Eligieron el mejor y lo pagaron. “Les recuerdo, señores, que la botella les será entregada cuando desembarquen”, les dijeron. Así que la devolvieron y esta vez llevaron vodka y whisky de contrabando dentro de mullidas valijas. Gracias a ellos, disfrutamos del alcohol en pesos y no debimos gatillar demasiado nuestros pobres bolsillos de argentinos devaluados.
“Con lo depresiva que soy yo jamás podría trabajar acá, estando en un crucero 8 meses seguidos de animadora, arengando a pendejos cancheros y viejos decrépitos en zunga como si fuese Xuxa”, le comento a un flaco que me apodó Betty Boop y se ríe a carcajadas de lo que digo. Le llevamos al DJ del boliche nuestros reproductores de mp3 con cumbia para que nos anime la velada, pero no hay caso, una extraña fusión de música brasileña y electrónica es lo que sale como piña para los pasajeros extasiados.
“Si estamos en el baile, bailemos”, acordamos la decena de periodistas que estamos ahí, y terminamos borrachos arriba de los parlantes, meneándonos entre animadores brazucas al palo que nos dicen qué buenas que estamos las argentinas. De todos modos no les permiten permanecer en los lugares destinados a los pasajeros comunes así que si alguien quería hacer algo, nada. Los empleados tienen su espacio aparte, con sala de televisión, Internet a bajo costo (el minuto para los pasajeros es de 3 euros) y camarotes compartidos, y si llegan a relacionarse de más con un turista chau, abajo en el próximo puerto.
La última noche hay ‘fiesta latina’ en la cubierta. A lo lejos ya se asoma el puerto de Buenos Aires y una mujer visiblemente empastillada que no puede mantenerse en pie baila sostenida por su pareja. Los animadores argentinos vienen a despedirnos y nos dicen que, nosotros que podemos, disfrutemos de la navidad junto a nuestras familias.
Los periodistas hombres eligen entre las periodistas mujeres al Garoto de Ipanema y nosotras al Macho Crucero 2007. Hacemos una entrega de premios y nos regalan chocolates. Vamos a la disco por última vez y pensamos que duro va a ser estar al día siguiente en nuestros respectivos trabajos lidiando con la humedad de Buenos Aires.
Sin embargo, también coincidimos en que ninguno de nosotros pagaría 2000 dólares por embarcarnos en un viaje semejante. En estado de ebriedad, intercambiamos tarjetas y pedimos que no se corte. Las estrellas se ven más grandes que en cualquier otro lado y, como muñecos de Canal K, las minas operadas desplazan sus tacos al ritmo de “fiesta, fiesta, pluma, pluma gay”.
Cuando vuelvo al camarote caminando como un borracho por el movimiento del barco me miro en el espejo, con el maquillaje corrido y las marcas de la bikini estampadas a fuego con desprolijidad horrorosa, y pienso que unos pisos más arriba la gente sigue bailando y, unos pisos más abajo, cientos de filipinos, italianos, brasileños y otros ya están cocinando sin parar y poniéndose obligados sus gorritos de Papá Noel para servirle el desayuno a los adinerados y decirles “¡Bon día!” con una sonrisa gigante en la cara, jamás bronceada como la mía, aunque llevan meses sin pisar tierra firme.
Pongo el despertador a las 7 para desembarcar y, antes de que me venza el sueño, imagino que en alguno de los pasillos, sobre un mural, ya debe haber alguna otra foto de mi rostro desencajado y una copa de champagñe en la mano que no quiero comprar.
5 comentarios:
LITERALMENTE: UN VIAJE
sí! y a pesar de todo, cómo haría otro en este momento!
botellas & barcos...
¿malcolm lowry con glamour?
jajajj que genial que debe haber sido eso!!
igual es obvio qeu con esos periodistas se re cortó
obvio! casi con tooooooooodos!
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