En la sala de espera de la ginecóloga suena Bob Marley y hay un pajarito posado fuera del ventanal del segundo piso. LLueve de ese lado y el cielo está cargado, todos cargamos algo. Hay cuatro mujeres y un hombre que aguardan por ser atendidos, o bien a alguien. Sólo dos leen: el hombre una revista y una señora un cupón sobre tratamientos estéticos. La definición de lo estéticamente bonito está tan vapuleada que subestimo al folleto por completo y ni lo agarro; es evidente que entre las opciones a elegir para embellecerse uno no están ni la poesía ni ese cielo cargado que miro de reojo.
Llegué media hora antes al consultorio. Se ve que tengo el primer turno porque ni siquiera llegó mi doctora. Me vine así nomás, como un cocoliche ambulante. Vans negras y blancas, piernas pálidas (hacen juego), minifalda negra, remera blanca con manchas amarillas, lilas, verde agua y color durazno (colores que no están entre mis favoritos pero que mezclados sobre esa tela quedan bien) y bolso rojo con flores en tonos de marrones y beige, uñas negras. Me río de mí misma cuando reparo en esas combinaciones y pretendo no llamar la atención; pongo el teléfono en vibrador porque estoy esperando una llamada e imagino demasiado violento el momento en que el casi-silencio que hay acá se quiebre con un tema de Pixies de ringtone. Acá hay música funcional, pero bajita. Las paredes con reproducciones de Klimt tampoco desentonan con lo que el común de la gente -valga aquí la redundancia- espera de una sala de espera.
Recibo la llamada que aguardaba y combino con un amigo para tomar algo en un rato. Antes era estructurada como para hacer ese tipo de cosas, llamar a alguien e interrumpir su rutina sin haberlo planeado antes. Ahora me gusta eso de llamar a alguien y decirle "¿por dónde andás? yo ando por tu casa, ¿hacemos algo?", y que diga que sí. Corto y noto que cambió la música; suena una versión en español de un tema de Aerosmith, siento que lo destrozaron y quedó como una canción ideal para una gala de Operación Triunfo. Yo banco mucho a Aerosmith, fue la primera banda grande que fui a ver a un estadio. El tema éste que suena en la clínica es el de la banda de sonido de la película Armagedon, que es muy balada comercial, pero yo respeto a los muchachos. Volví a verlos hace dos años con Velvet Revolver y la rompieron. Tyler me impresionó porque de cerca parecía una calavera, parecía el conductor de Cuentos de la cripta, pero así y todo la energía que le ponía al show era la misma que cuando yo tenía doce años y me enamoró su sombra bailando detrás de una tela acebrada que cubría todo el escenario para dar inicio al recital al ritmo de una percusión precisa y alucinante.
Al lado mío se sientan dos mujeres que vienen juntas; una mira hacia mi cuaderno y me inhibe pensar que está leyendo qué escribo. Es una tontería porque después voy a mostrarlo, pero desde la ausencia tácita que implican la virtualidad, los fanzines, los libros y las letras (excepto que sean leídas en vivo). Me doy cuenta igual que no está viendo qué escribo sino mi agenda, porque le comenta a su amiga que tengo una agenda de Egon Schiele. Reparo entonces en que estoy Schielizada, si eso existe; no, no existe, claramente estoy inventando el término. La agenda, 2009, era negra y lisa, me la mandó Faber Castell de regalo de fin de año al diario, tiene nada más mis iniciales grabadas, yo para ponerle un poco de onda, inmersa en esa manía de personalizar las cosas (stickers aquí y allá, imanes, pins, lo que sea), fotocopié a color las reproducciones de un libro y se las pegué con contac duro encima. Quedó bastante bien. Cuestión que con Schiele, prácticamente lo mismo hice con el blog y el twitter, aunque de forma virtual.
Y todo esto lo cuento simplemente porque me olvidé de guardar en la cartera el libro que estoy leyendo así que me puse a escribir para ejercitar la narrativa, que tan descuidada la tengo entre el periodismo y la poesía. Pero es probable que pare en breve porque veo que llegó mi doctora. Hay una paciente antes que yo pero yo llegué primera, me pregunto a quién atenderán antes.
Mientras rememoro situaciones que tienen que ver con mi doctora, o situaciones en las que me vi envuelta antes o después de visitarla. La última vez que vine estaba leyendo a Mario Levrero. La anteúltima me acompañó Juan, que vive por acá. Ese día yo estrenaba un vestido hermoso, aunque con un corte raro. Cuando volví a mi casa, ya sola, subí al colectivo y un flaco de unos 30 años me ofreció el asiento creyendo que estaba embarazada. Me reí mientras le hice que no con la cabeza y se notó que él se quería matar; seguro pensó que hubiera estado bien que lo tragara la tierra. Al llegar a mi casa saludé al Señor Nakata y fui al espejo a mirarme de cuerpo entero, de perfil. No es que quisiera confirmar si estaba embarazada o no, porque justamente venía de la ginecóloga y quiero creer que es lo suficientemente buena en lo suyo como para haber notado si estaba embarazada, tendría que habérmelo dicho. Lo que quería comprobar al mirarme al espejo es si parecía embarazada, y la verdad que sí, el vestido me quedaba muy grande así que lo mandé a achicar.
La vez anterior-anterior que fui a lo de esa doctora me puse a pensar en la sala de espera que cuando yo saliera iba a ser justo la hora en que salía de su trabajo un chico con el que había estado y trabajaba por ahí. Es un flaco re copado, pero no me lo quería cruzar porque la onda no fluía mucho por esas épocas la verdad, cuestiones de la vida. Pensé que seguro, de estar, iba a estar en alguna parada de colectivo, así que yo caminé mirando fijamente las vidrieras, para no verlo. Pero mi lógica no funcionó: voy caminando mirando hacia las fachadas de los locales y bares y ahí lo veo, parado contra la pared, ¡insólito! Nos miramos con sorpresa y el gesto no fue de "qué alegría, mirá a quién me vengo a encontrar" sino de desconcierto. Tampoco fue un "qué bajón por favor encontrarme a esta mina", pero fue un gesto apático y creo que yo debo haber tenido el mismo, oficiamos de espejos. Nos saludamos, nos preguntábamos cómo andábamos, me contó que estaba esperando a un amigo en común y le dije que me iba porque tenía cosas que hacer.
Me dio un poco de melancolía el pensar que dos personas un día pueden hablar durante unas ocho horas seguidas caminando sin rumbo, y al poco tiempo no encuentran qué decirse, pero también me sentí contenta de haber aprendido a no forzar las cosas y no hacerme mal a mí misma. En otro momento, cuanto menos onda hubiera probablemente yo más me hubiese enganchado con un tipo, por pura autodestructiva que era. Esa vez hasta sonreí caminando hacia la librería donde quería comprar unos bastidores, a una cuadra.
Qué pasó las otras veces que fui a ver a esa doctora ya no me acuerdo porque pasó mucho tiempo. O quizás no pasó tanto tiempo, pero no recuerdo nada significativo.
Llegué media hora antes al consultorio. Se ve que tengo el primer turno porque ni siquiera llegó mi doctora. Me vine así nomás, como un cocoliche ambulante. Vans negras y blancas, piernas pálidas (hacen juego), minifalda negra, remera blanca con manchas amarillas, lilas, verde agua y color durazno (colores que no están entre mis favoritos pero que mezclados sobre esa tela quedan bien) y bolso rojo con flores en tonos de marrones y beige, uñas negras. Me río de mí misma cuando reparo en esas combinaciones y pretendo no llamar la atención; pongo el teléfono en vibrador porque estoy esperando una llamada e imagino demasiado violento el momento en que el casi-silencio que hay acá se quiebre con un tema de Pixies de ringtone. Acá hay música funcional, pero bajita. Las paredes con reproducciones de Klimt tampoco desentonan con lo que el común de la gente -valga aquí la redundancia- espera de una sala de espera.
Recibo la llamada que aguardaba y combino con un amigo para tomar algo en un rato. Antes era estructurada como para hacer ese tipo de cosas, llamar a alguien e interrumpir su rutina sin haberlo planeado antes. Ahora me gusta eso de llamar a alguien y decirle "¿por dónde andás? yo ando por tu casa, ¿hacemos algo?", y que diga que sí. Corto y noto que cambió la música; suena una versión en español de un tema de Aerosmith, siento que lo destrozaron y quedó como una canción ideal para una gala de Operación Triunfo. Yo banco mucho a Aerosmith, fue la primera banda grande que fui a ver a un estadio. El tema éste que suena en la clínica es el de la banda de sonido de la película Armagedon, que es muy balada comercial, pero yo respeto a los muchachos. Volví a verlos hace dos años con Velvet Revolver y la rompieron. Tyler me impresionó porque de cerca parecía una calavera, parecía el conductor de Cuentos de la cripta, pero así y todo la energía que le ponía al show era la misma que cuando yo tenía doce años y me enamoró su sombra bailando detrás de una tela acebrada que cubría todo el escenario para dar inicio al recital al ritmo de una percusión precisa y alucinante.
Al lado mío se sientan dos mujeres que vienen juntas; una mira hacia mi cuaderno y me inhibe pensar que está leyendo qué escribo. Es una tontería porque después voy a mostrarlo, pero desde la ausencia tácita que implican la virtualidad, los fanzines, los libros y las letras (excepto que sean leídas en vivo). Me doy cuenta igual que no está viendo qué escribo sino mi agenda, porque le comenta a su amiga que tengo una agenda de Egon Schiele. Reparo entonces en que estoy Schielizada, si eso existe; no, no existe, claramente estoy inventando el término. La agenda, 2009, era negra y lisa, me la mandó Faber Castell de regalo de fin de año al diario, tiene nada más mis iniciales grabadas, yo para ponerle un poco de onda, inmersa en esa manía de personalizar las cosas (stickers aquí y allá, imanes, pins, lo que sea), fotocopié a color las reproducciones de un libro y se las pegué con contac duro encima. Quedó bastante bien. Cuestión que con Schiele, prácticamente lo mismo hice con el blog y el twitter, aunque de forma virtual.
Y todo esto lo cuento simplemente porque me olvidé de guardar en la cartera el libro que estoy leyendo así que me puse a escribir para ejercitar la narrativa, que tan descuidada la tengo entre el periodismo y la poesía. Pero es probable que pare en breve porque veo que llegó mi doctora. Hay una paciente antes que yo pero yo llegué primera, me pregunto a quién atenderán antes.
Mientras rememoro situaciones que tienen que ver con mi doctora, o situaciones en las que me vi envuelta antes o después de visitarla. La última vez que vine estaba leyendo a Mario Levrero. La anteúltima me acompañó Juan, que vive por acá. Ese día yo estrenaba un vestido hermoso, aunque con un corte raro. Cuando volví a mi casa, ya sola, subí al colectivo y un flaco de unos 30 años me ofreció el asiento creyendo que estaba embarazada. Me reí mientras le hice que no con la cabeza y se notó que él se quería matar; seguro pensó que hubiera estado bien que lo tragara la tierra. Al llegar a mi casa saludé al Señor Nakata y fui al espejo a mirarme de cuerpo entero, de perfil. No es que quisiera confirmar si estaba embarazada o no, porque justamente venía de la ginecóloga y quiero creer que es lo suficientemente buena en lo suyo como para haber notado si estaba embarazada, tendría que habérmelo dicho. Lo que quería comprobar al mirarme al espejo es si parecía embarazada, y la verdad que sí, el vestido me quedaba muy grande así que lo mandé a achicar.
La vez anterior-anterior que fui a lo de esa doctora me puse a pensar en la sala de espera que cuando yo saliera iba a ser justo la hora en que salía de su trabajo un chico con el que había estado y trabajaba por ahí. Es un flaco re copado, pero no me lo quería cruzar porque la onda no fluía mucho por esas épocas la verdad, cuestiones de la vida. Pensé que seguro, de estar, iba a estar en alguna parada de colectivo, así que yo caminé mirando fijamente las vidrieras, para no verlo. Pero mi lógica no funcionó: voy caminando mirando hacia las fachadas de los locales y bares y ahí lo veo, parado contra la pared, ¡insólito! Nos miramos con sorpresa y el gesto no fue de "qué alegría, mirá a quién me vengo a encontrar" sino de desconcierto. Tampoco fue un "qué bajón por favor encontrarme a esta mina", pero fue un gesto apático y creo que yo debo haber tenido el mismo, oficiamos de espejos. Nos saludamos, nos preguntábamos cómo andábamos, me contó que estaba esperando a un amigo en común y le dije que me iba porque tenía cosas que hacer.
Me dio un poco de melancolía el pensar que dos personas un día pueden hablar durante unas ocho horas seguidas caminando sin rumbo, y al poco tiempo no encuentran qué decirse, pero también me sentí contenta de haber aprendido a no forzar las cosas y no hacerme mal a mí misma. En otro momento, cuanto menos onda hubiera probablemente yo más me hubiese enganchado con un tipo, por pura autodestructiva que era. Esa vez hasta sonreí caminando hacia la librería donde quería comprar unos bastidores, a una cuadra.
Qué pasó las otras veces que fui a ver a esa doctora ya no me acuerdo porque pasó mucho tiempo. O quizás no pasó tanto tiempo, pero no recuerdo nada significativo.
1 comentario:
Me encantó el texto, Ce!
Esta doctora, como la llamás vos, es la que me querés recomendar?
Nos vemos en un rato!
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